viernes, 1 de noviembre de 2013

¡Bla!

Palabras. La casa estaba llena de ellas. Flotaban despreocupadas adueñándose del silencio. Se pronunciaban a todas horas, de todos los tipos. Unas eran vacuas y ligeras; otras, las menos, dulces y agradables; las más, insolentes y chillonas. Éstas últimas dominaban descaradas los diálogos del ambiente, parapetadas entre férreos signos de exclamación que les daban cobijo.

Así, los parloteos se hacían cargantes, y las disputas eternas. El más inocente intercambio silábico se tornaba en gritonas mayúsculas que invadían la charla.

Fue así como, con el paso de los años, y sin que nadie se diera cuenta, las palabras indelebles se adueñaron del espacio. Lo que comenzó siendo un pequeño detalle sin resolver se transformó en un problema ingente sin solución. Los vocablos estridentes se amontonaban conquistando el lugar.

La irrupción de expresiones chillonas provocó que los que allí habitaban dejaran primero de verse, luego de oírse y finalmente de escucharse. Hasta que, poco a poco, a pesar de hablar a diario, la comunicación se perdió entre líneas.

Un día, sin más, no pudieron entrar. La casa estaba tan abarrotada de fervientes razonamientos, juicios inamovibles y tiras y afloja que no cabía nada más. Sin palabras, desolados, desistieron, dieron media vuelta y se marcharon en el más absoluto de los silencios.