viernes, 23 de agosto de 2013

De la cordura y otros delirios

Poderosa.
Trato en vano de dominar su fuerza que gobierna cada uno de mis sentidos.
Lucho audaz intentando liberarme de sus neuras y locuras.
La calmo, la arropo.
“Ya, ya…”
Pero allí está ella, negándose a razonar y blandiendo el arma de la demencia.
Es inútil, siempre acaba arrastrándome irremisiblemente a compartir quimeras.
El miedo. Es su favorito.
Me lo inyecta en cada poro y me contamina el alma, que cierra oídos a los argumentos y abre ojos al acecho.
Cualquier pista: un rumor, un destello, una imagen.
Activan sin remedio un complejo mecanismo de defensa.
Palidezco; me duele; me mareo.
Transforma la realidad en un escenario esperpéntico de sombras y negruras.
Lóbrego.
Borroso.

Ella misma es quien me salva.
Cuando decide que ya, que me ha visto sufrir bastante, que ha saciado su crueldad.
Entonces me calma, me arropa.
“Ya, ya…”
Un atisbo de colores.
Se redefine el mundo y se calma mi pulso.
Y vuelvo a la normalidad, repetitiva e insípida, pero tranquila y confortable.
Ella sonríe sabiéndose importante.
Se retira, satisfecha, al rincón de pensamientos, a la cueva de recuerdos y almacén de sensaciones, segura de haber ganado otra batalla, imponiéndose nuevamente a mi lado reflexivo.

martes, 13 de agosto de 2013

Reflexiones de una mujer invisible

Tenía esa habilidad. La de hacerse invisible. Aunque ella no la habría llamado habilidad. Más bien desventaja, lastre, desgracia. Porque ella no quería ser invisible, quería ser normal.

Había que admitir además, que no controlaba su don. Desaparecía cuando menos lo esperaba y se tornaba obvia cuando quería huir. Al menos así lo percibía ella desde su inseguridad de contornos inestables.

Cuando intentaba integrarse entre un grupo de gente, poco a poco sus formas se descolorían hasta desdibujarse por completo, presenciando conversaciones enteras sin que nadie recordara que alguna vez hubo alguien allí. Sus músculos se contraían haciéndola más y más pequeña hasta que, humillada, abandonaba su empeño por encajar.

Si alguna vez, entre el primer indicio de pérdida de color y la última forma transparente, tenía el valor y el tiempo suficiente de articular dos, tres palabras a lo sumo, el proceso de desvanecimiento se detenía en seco. Y allí se visualizaba, como si no fuera ella la que había murmurado, en el centro de la charla, con cientos, miles de pares de ojos clavados sobre ella, que se preguntaban desde cuando había alguien allí. También en estos casos, sus músculos se contraían haciéndola más y más pequeña. Pero su contorno no se diluía en el ambiente, cosa que le habría encantado. Sus líneas se subrayaban en gruesos trazos que permitían visualizarla desde el otro lado del cosmos. Quieta, callada, esperando a que el mundo se olvidara de su presencia mientras se recriminaba “porqué habré dicho esa memez”.

Y así pasó la vida, queriendo estar presente cuando se desvanecía y desaparecer cuando era obvia. Hasta que lo conoció. El brujo sabio de grandes consejos. Fue por casualidad, por un alguien de otro alguien. La esperaba con sonrisa afable y orejas dispuestas. Y en su presencia, ella logró explicarse sin temor, con formas concretas y músculos estables.

– Tus líneas son demasiado endebles – concluyó tras una larga observación– . El cuerpo es sólo la personificación del alma. Y la tuya está débil y vacía.

Abrió uno de sus armarios, y mientras sacaba la pluma más bonita que ella jamás hubiera visto, murmuró:

– Medita, inventa, construye. Observa a tu alrededor, contempla el mundo. Escucha a las personas y analiza su alma. Experimenta, olvídate de tus miedos. Y sobre todo, observa desde tu propia óptica tu vida, tu identidad y tus sueños. Y con todo ello, usa esta pluma para definir tus trazos a la vez que defines tu esencia.

Empezó tímidamente, escribiendo reflexiones con caligrafía insegura en el contorno de un pie. Pero con el tiempo la comodidad se adueñó de ella y con líneas precisas escribió historias, sentimientos, experiencias, sueños, suposiciones y cuentos. La pluma era una extensión de su mano y la tinta fluía para delinear siluetas.

Al cabo de un tiempo, sin previo aviso, la pluma se secó. Asustada, acudió al consultorio del brujo para pedirle un cartucho nuevo. Pero ni había brujo ni consultorio, ambos se habían desvanecido dejando sólo una nota que decía: “Tu alma está ya tan definida como tu figura. Fin del conjuro”.

Perdió su “don” de transparencia. Sus fuertes rasgos contaban historias de sabiduría y destreza y no encogían ni se evaporaban. Dejó de usar la pluma para dibujarse, pero su esencia continuó perfilándose al tiempo que trazó su destino.