sábado, 18 de mayo de 2013

Robert


“Vete, vete ya, adiós, que te vaya todo muy bien, olvídame, ya no hay nada que decir”. Es lo único que pude conseguir. Entonces me fui solo. Solo. Ella también se quedó sola. Al final del camino me giré para verla por ultima vez. Ya no estaba.

Rememoro la escena mientras me observo en el espejo. Un anciano pesaroso y derrotado me devuelve la mirada.

El ceño fruncido. Un surco más profundo por cada intento de entenderlo. Aquella noche de 1940 empezó mi condena. Una y otra vez intenté suponer lo que había sucedido, adivinar porqué se había acabado, deducir cuáles eran las razones. Jamás pude confirmarlas, pues su familia partió y nunca más volví a ver a Mary. En la plantación murmuraban que se habían mudado a Chicago, donde habían montado un pequeño negocio familiar. Circulaban todo tipo de rumores: herencias, robos, mafias, trabajos sucios.

El pelo blanquecino. Una cana por cada intento fallido de olvidarla, por cada empeño frustrado de rehacer mi vida. ¿Cómo podía haberme dejado una huella tan profunda? Éramos jóvenes, dinámicos, con infinitas opciones de cambiar de rumbo. Fueron las dudas, me obsesionaron las sospechas, me enloqueció la ignorancia.

Los ojos tristes. Una capa amarga por cada lágrima reprimida. Aquella noche perdí a Mary sin más explicación que el silencio. Y con ella, la alegría, la vitalidad, el ímpetu, la juventud. Me convertí en un chico mustio y taciturno. Seguí con mi vida. O sólo lo intenté. La vida que se espera del hijo del amo y, más tarde, la que se espera del patrón. Estuve con otras mujeres. Me casé. Tuve hijos. Trabajé. Heredé la plantación. Pero todo lo hice de puntillas, con desgana. Estuve con ellas por despecho. Me casé por decoro con una arpía superficial de buena familia. Tuve tres hijos varones que nunca me inspiraron la menor ternura. Trabajé aquellas tierras que jamás sentí mías. Heredé la plantación y la empujé a la ruina, arrastrando en el proceso a familias enteras, incluida la mía.

Las densas ojeras. Una capa oscura por cada noche en vela. Vivo sólo, en la miseria, luchando por sobrevivir en una realidad que aborrezco.

El ceño, el pelo, los ojos, las ojeras, hablan de abandono e incomprensión, de preguntas y sospechas, de tristeza y apatía, de penuria y soledad. La odio por ello y la sigo queriendo. No a la Mary de 1990. A ella no la conozco, ni siquiera sé si existe. Quien me obsesiona es la hija del capataz, la veinteañera mona y lista, vital y risueña. Aquella Mary que permaneció en mis recuerdos y ensombreció mi historia.

2 comentarios:

  1. Hola Andrea,

    ¡¡Que triste!! Me afecta personalmente esta historia tuya. Lastima que Robert no fuera fiel a si mismo y decidiera darse una verdadera segunda oportunidad.

    De todo se puede aprender siempre.
    Muy madura tu historia.

    Y como siempre la única tacha que se te puede atribuir es la brevedad. Pero lo bueno si breve dos veces bueno.

    Un gran abrazo Fabricadora de Historias.

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  2. Hola UTLA! Cierto, es un relato bien triste! A ver si los próximos los hago en clave de humor, para compensar ;)

    En mi defensa diré que la brevedad es una premisa de clase de 'creación literaria'. Tengo que intentar algo más extenso por mi cuenta, para ver cómo me defiendo :)

    Un abrazo y muchas gracias por tus comentarios!!!

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